El León, la Bruja y el Armario: Salir del Clóset

¿Alguna vez te has subido al metro en hora punta? Perdón, déjame especificar, ¿has estado en la estación Baquedano en hora punta? Esa cantidad absurda y masiva de gente ahoga a quien sea que se encuentre perdido en su infinidad de escalones y pasillos entre las líneas 1 y 5.

Así se siente estar dentro del clóset. Lamentablemente, este es uno de los primeros pensamientos que se me vienen a la cabeza cuando me piden que recuerde algo de mi infancia.

El armario es terrorífico, apretado y opresivo. Es el lugar en el que nos encerramos para ocultar el verdadero yo. La sexualidad o identidad debe ser suprimida,  por lo menos, hasta que sepamos que la olla a presión que es nuestra consciencia no va a estallar debido al constante estrujamiento de nuestros pares.

Me gustaría analizar la salida o, más bien, el escape del armario en fases; cuatro, para ser exacto.

La primera es la mentira.

Cuando iba en kínder me di cuenta de que era diferente a los otros niños. No sabía explicarlo, pero era distinto. Fue en segundo que me percaté que de mis diferencias. Verán, yo soy de esos gays que tiene mucha más afinidad con las niñas, nunca me sentí cómodo entre los niños, incluso cuando tuve a mi primer grupo de amigos en el colegio. Simplemente no hacíamos click.

Nuestra guerra fría empezaba con mi absoluto desprecio al fútbol o a los camarines durante educación física, pero más importante aún, con mis múltiples crush de la infancia.

Todos niños.

No sabía que hacer, por lo tanto, le mentí a mis papás y bueno, al mundo prácticamente, diciendo que me gustaban algunas compañeras de clase.

Esta negación derivó, años más tarde, en la segunda fase, la confusión.

Fue durante las agotadoras y para nada incompletas clases de educación sexual que recibí en el colegio, que me hallé mistificado.

De repente ser gay era “normal” y para más inri, existía la bisexualidad.

Salir del clóset en sexto básico, rodeado de pendejos chillones que jugaban a la tiña gay, donde los tiñados eran gays o la picadura de la cobra gay, donde si te picaban, eras gay, claramente, no era una opción.

La confusión te lleva a hacer cosas estúpidas, o quizás no estúpidas, pero tal vez…raras.

En mi negación por querer admitir mi sexualidad conmigo mismo, decidí ilusamente, que tal vez, no era gay, sino bisexual.

Decidí no ser parte de la guerra fría entre heteros y gays, y me fui al bando tercermundista, el bando de los bisexuales, quienes, en esta guerra, no están aliados con los heteros, ni con los gays.

Empecé a contarle a mis cercanos que era bisexual, y bueno, se hizo un nudo en el estómago cuando vi sus caras de alivio al saber que aún me podía atraer una mujer.

Ya no quería saber nada.

Años más tarde, mi fachada de bisexual se cayó al suelo, no solo porque mis nuevas y mucho mejores amistades sabían que no era sincero, sino que, además, las personas bisexuales de mi vida captaron que yo era un infiltrado en el tercer mundo bisexual. Seguramente mis constantes intereses amorosos, todos masculinos, debieron ser lo que llevó al descubrimiento de mi identidad secreta, pero… ¿quién sabe?

Decidí que ya era suficiente de las mentiras, y los enredos, y decidí finalmente salir del armario. No porque mis amigos (varones en su mayoría en aquel entonces) fueran tolerantes y respetuosos, es más, me abandonaron al saber que era gay, sino porque mis papás, mi Suiza en este mundo de Norteaméricas y Uniones Soviéticas, demostraron en múltiples ocasiones no solo ser tolerantes, sino además, verdaderos padres.

Nunca me dejaron de querer por ser yo, y es por ellos que finalmente resolví salir de la tortuosamente llena Estación Clóset.

Esta es la última etapa, la aceptación.

¿Cómo te has sentido, una vez sales del metro en hora punta? ¿Cómo te has sentido, cuando finalmente, después de ser empujado, apretado y a veces insultado, sales a la superficie y sientes el aire y el exterior?

Se siente increíble, ¿no?

Es algo que tomamos por sentado, pero es una sensación agradable del día a día de cualquier capitalino.

Ser capaz de amarte y aceptarte por quién eres, es liberador y poderoso.

Así se siente salir del clóset. Al fin eres dueño de tu sexualidad o tu identidad, incluso si al mundo le molesta.

Dejar de depender del qué dirán, no es solo una herramienta para poder trabajar en tu confianza, es, además, un escudo contra los constantes ataques de una sociedad que aún no entiende el: “¿y en que te afecta a ti?

Reflexionando en mi trayectoria hasta ahora, siento que es válido hacerse la interrogante: ¿Por qué seguimos saliendo del clóset?

Este concepto ni siquiera debería ser usado, precisamente, porque no hay un armario del cual salir. No deberíamos estar debutando en sociedad como gays porque es algo normal y tan natural como la heterosexualidad. Yo no veo a los heteros diciendo que “salen del clóset”, precisamente porque la sociedad impuso este término en quienes considera distintos.

Entonces ¿qué hacemos? Ya estamos acercándonos a tiempos mejores pero ¿realmente podemos decir que estamos acercándonos, cuando hay familias que desheredan a sus hijos LGBT+? ¿Qué los desprecian abiertamente?

Seguimos viviendo en un mundo de estigmatizaciones, donde el adoctrinamiento ha hecho que los niños piensen que los gays son algo así como un cuco tiñador que los va a atrapar y que las señoras que se juntan a comprar en Ahumada crean que “es una fase” o “una condición”.

Hasta que las cosas no cambien, los jóvenes gays, lesbianas, bisexuales y trans del mañana, deberán seguir atrapados en Narnia hasta nuevo aviso.

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